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POR YASSER VILLAZÁN BORIS ILUSTRACIÓN MAX BOCK
Cuando tropiezo con la prensa chilena y en ella con larguísimas apologías a Cuba y su sistema, en ocasiones paso de largo y aprieto los dientes tratando de no darle importancia a lo leído, siempre supongo que las informaciones erróneas o los juicios apurados sobre la isla son producto de la desinformación o de la ignorancia del sistema educacional o de sus falencias o, como dice una amiga, del romanticismo que defienden a ultranza los que se pasaron la vida soñando con la revolución que nunca llegó o que las dictaduras de los 70 ahogaron en sangre, y me digo que no vale la pena pensar en las razones que tiene esta gente para hablar de lo que no sabe con tanta autoridad, porque a fin de cuentas son un montón de imbéciles que no ven más allá de sus narices y que le compran el cuento al gobierno cubano que sabe pagar lealtades con becas para estudiar y viajecitos a playas paradisiacas que el PC chileno administra desde aquí como patrimonio propio.
Me cargan también las banderas cubanas en las marchas de los comunistas, me parece un robo fácil de una gloria que no les perteneció ni un segundo, que mi enseña nacional sirva de símbolo de lo que no es, que la toquen gentes que de progresista tienen muy poco y que lo único que quieren es rebobinar la historia y volver al exilio sabroso en la Europa socialista y en la capitalista también, eso me empelota la sangre pero tengo que pasar de largo y hacerme la misma afirmación porque por más que me esfuerce ninguno de ellos está dispuesto a escucharme, ni a mí ni a las razones de porqué estoy aquí y porqué mi país está como está. Ninguno me escucharía si le digo que, aunque no nací en una casucha de cartones y fonolita en medio de una toma, lo hice en un cuartucho de 5×4 metros donde había que poner una tabla encima del inodoro para armar la cocina, eramos cinco en total y vivíamos entre la cama y el pasillo de aquel lugar enclavado en una azotea de La Habana Vieja, que el edificio de cuatro pisos estaba en riesgo de derrumbe y que las escaleras para bajar hacia la calle en algunos tramos eran de madera porque las de concreto ya se habían derrumbado antes de que naciera, que tener agua era un lujo y que solo vi una ducha con rociador cuando tenía casi quince años, no hay que ser muy inteligente para darse cuenta que la choza en medio de la toma se reproduce de infinitas maneras pero con la constante de la miseria que es lo único que no cambia en lo absoluto.
Cuando comencé la escuela con el abecedario venía la doctrina, la F no era de Fefé, era de Fidel y de Fusil, la pertenencia a ese sistema gratuito y maravilloso estaba condicionada a la lealtad al régimen con ajustada matemática, había que ser revolucionario en la medida que ellos lo suponían y solo así se podía ascender en aquella sociedad que a poco andar me mostró que no difiere en lo absoluto de esta otra, en mi clase se amontonaban los mismos pobres que se ven en un liceo chileno, las mismas almas con curso directo al hambre, la misma gente condenada a ser mozo o panadero, de aquel montón los que mejor supieran simular respeto y aprendieran las consignas al pie de la letra podrían llegar más arriba y estudiar en la universidad aquello que el gobierno determinase adecuado para los intereses del país, ni siquiera hacía falta ser buen estudiante porque los maestros daban las respuestas en los exámenes finales y no ponían cuidado en velar porque uno escribiera bien o mal, llenando las aulas universitarias de ignorantes a toda prueba. Pero esas cosas eran mínimas, nada trascendental, lo que valía era hacer guerra en Nicaragua o en Angola, llenar la plaza el 1º de Mayo y que el mundo viera a los cubanos apoyando hasta el paroxismo a un endiosado líder y a su proceso, a los que no cabían en él les quedaba el camino del destierro o la cárcel, tan fuerte era, tanto era el control que fue necesario que pasaran 50 años para que se supiera que la revolución cubana, gloriosa y todo, tiene tantos muertos como una dictadura latinoamericana tipo cono Sur.
Después fue crecer en medio de la nada, la mitad de mi adolescencia la viví con botas del ejercito y pantalones militares porque no había otra ropa que comprar, con el derrumbe del comunismo el hambre se instaló de lleno en mi vida y en la de los que me rodeaban, ya no era un desabastecimiento general, era la nada en verdad, las fabricas detenidas y los comercios cerrados, había que comerse los gatos de los vecinos y llorar de dolor y de impotencia porque en un momento no hubo gatos que comer, era descubrir que de la gloria prometida y del camino trazado hacia el desarrollo no quedaba nada, eramos más pobres que antes, más inútiles, más miserables y totalmente incapaces de hacer nada por nuestro propio esfuerzo, para los descontentos estaba la salida en balsa y el aliciente de llegar a Florida después de haber dejado el bofe en el agua, para muchísimos ni ese camino porque nunca llegaron, los de adentro, para nuestra paz estaba el ejército patrullando las calles con sus bayonetas y sus carros artillados con ametralladoras calibre 30, los apagones de 12 horas, la falta de gas para cocinar, el agua que llegaba a las doce de la noche y que había que cargar en carretillas y en bidones y subirla cinco pisos hasta la azotea.
No podía siquiera recoger las verduras caídas de los camiones como años después hice al llegar a Chile en la Vega Central porque en toda La Habana no había nada que comer, la ciudad migraba hacia el campo buscando conseguir alguna cosa, cambiando sal por arroz, un cerdo por un par de botas, un saco de yuca por un vestido de novia, unos calzones por un pollo. Los amigos que se marchaban y no volvían a aparecer ni aquí ni allá, idos para siempre, la policía gritando en las filas para conseguir lo que nos vendía el Estado y que solo alcanza para comer diez días, las vecinas, amigas, sobrinas, compañeras de clases prostituidas por una compra de supermercado de no más de diez lucas, los doctores de ayer, los psiquiatras, los literatos, los artistas, los músicos, todos reducidos en sus talentos geniales a porteros de hoteles, guardias de cafeterías, camioneros, dulceros y peluqueros porque el dólar llegó a imponerse con su fuerza y su valor de verdadero dinero en el paraíso que lo odiaba y había preconizado su fin durante toda la vida.
Los discursos interminables, las marchas con hambre, las tribunas, las promesas, las consignas y siempre el miedo que te siembran en el cuerpo y te sigue a todas partes, los vecinos que te delatan y que también se delatan entre sí, los negocios sucios, la podredumbre que se traga el lenguaje y las costumbres y las casas y las calles y la bandera y el orgullo y el decoro porque hay que vivir y aunque no se quiera al cuerpo pide, piden los niños y los viejos y las esposas y los padres y hay que resolver como sea, con el peso de la cárcel encima y la amenaza constante de la policía a la que se le calma con el soborno y dejándose pisar, tragando en seco y cambiándose de acera cuando ves que se te acerca una pareja de policías rogando no te detengan ni te pregunten qué haces allí y de ser posible ni te vean porque los seis huevos que llevas en las bolas y por los que pagaste un tercio de tu sueldo mensual pueden buscarte un problema y acabarás preso.
Desde luego estaban las cosas buenas que nunca eran para la gente común, los turistas paseándose por todas partes, comiendo bien y tomando mejor porque pueden pagarlo, sus ropas que huelen a limpio y los periódicos y revistas que dejaban olvidados y que por un momento te dejaban volar de allí, al menos con la imaginación, las playas limpias donde podías ir a soñar después de caminar muchas horas y si el hambre te dejaba pues de todo lo que vendían en esos quioscos lindos y llenos de publicidad tú no puedes comprar nada porque te pagan en pesos y todo es en dólares, los dirigentes que se pasean con sus carros oficiales con la maleta llena de provisiones sacadas por detrás del almacén de una cadena de tiendas en divisas que había en la esquina, los muelles vacíos de barcos y de carga y que se podían admirar en su bella arquitectura de abandono desde la azotea en que se ve el mar azul e infinito y uno puede dejar escapar los sueños y recordar a los que se fueron y pensar que algún día podría irse también quién sabe a dónde porque allí no hay espacio más que para marchas y consignas y para un tipo que nos dio la espalda y que tiene un ego tan grande que necesita toda la isla en su inmensidad para él solo.
Por eso, cuando después de mentir y esperar y adular a un funcionario y sobornar a otro y soñar pude poner lo pies en un avión y caer en Santiago de Chile, sin amigos ni conocidos de ninguna especie, sin saber absolutamente nada del país ni de su gente, dormir en la calle dos meses no fue un problema, ni recoger comida del suelo en la Vega Central, ni lavar autos ni estacionarlos, ni vender helados en las micros ni trabajar por 120 lucas en un taller de mierda con un perro por jefe, ni cargar cajas ni hacer trabajos de costrucción ni vender huevos puerta a puerta ni verduras sin permiso, ponerse a la cola en la feria y vender cachureos en el persa los domingos, lavar platos en restaurantes ni garzonear por 10 lucas hasta las 5 de la mañana, ni pasar frío y dormir sobre un colchón hecho con diarios hasta que conseguí una pieza en una casa derruida y aprendí que aquí, en este país desigual, donde unos tienen muchísimo y otros nada, el gobierno de la Concertación siempre tiró para ellos mismos y los políticos de izquierda son unos conchesumadres y los de derecha otros y ninguno me ayudaría a mí porque ni siquiera ayudan a su gente. Aprendí que el que tiene poco aquí es un flojo y un vago y que el chileno siempre quiere que le den y le den pero no hace nada para tener teniéndolo todo, todavía, después de once años contruidos a pulso, donde quiera que mire veo oportunidades, cosas por hacer, dinero para ganar, empeños que conquistar, maneras infinitas de sobresalir y de sobrevivir, ahora puedo viajar y ser un ciudadano normal, tener lo que quiera, comprar, vender, decir, opinar, ir y venir, entrar a un supermercado y llenar un carro, comprarme un pantalón y una polera, tener diez pares de calcetines aunque sean de a luca, una bicicleta, una moto, un auto barato, una casa y una mujer, hijos que no pasen hambre ni tengan que simular lealtad a nadie, para que estudien y tengo mi empeño y mi cabeza y mis manos y un montón de ideas que no me dejan dormir y que hacen que los días sean muy muy cortos.
Tengo toda la vida por delante y la fuerza para conseguir lo que me proponga y cuando miro hacia atrás y recuerdo lo que he pasado solo quiero que mi gente, los cubanos de allá, tengan estas libertades que yo tengo y estos sueños que tengo y esta vida que tengo y la posibilidad de ser o no ser sin que te rijan la existencia, ya no peleo contra los comunistas que sacan mi bandera y la enarbolan como un símbolo de algo que imaginan, no me enojo contra los ilusos que me quieren contar sus sueños de Fidel y Che Guevara, los dejo ir y ya no intento convencerlos de que todo lo que les contaron es mentira, aunque quisieran nunca verán los hospitales sin ventanas ni las escuelas corruptas ni a los militares reprimiendo, para ellos es mejor el sueño y defienden algo que no conocen basándose en estadísticas fraudulentas.
YO YA NO TENGO TIEMPO PARA ESAS COSAS.
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