De igual manera, hacer la vista gorda ante tal salvajismo es algo que nada tiene que ver con posiciones ideológicas o normas diplomáticas. Es una desvergüenza.
Defendiéndose a coletazos como caimán en el cepo, o como toda dictadura que se reconoce en ruinas, el régimen demuestra no estar dispuesto a considerar ninguna otra alternativa que no sea el incremento del cuero para la oposición pacífica. Hoy más que nunca, y con sobradas razones, le aterra que sus demandas de libertad y progreso económico puedan encontrar eco entre la población.
No en balde ha resuelto echarle encima a las fuerzas represoras, que actúan bajo el evidente mandato de no permitir brotes de protesta, ni a la menor escala, aunque se vean precisadas a la aplicación del atropello como profilaxis.
Bajo la estúpida consigna de que la calle es de Fidel, el régimen no se cuida de guardar las formas. Lo anuncia en sus discursos. Otorga amparo oficial y público a las hordas destinadas a darles tranca a personas indefensas, cuyo único delito es no simpatizar con su poder, que tiraniza y hunde a Cuba en la miseria.
En tanto, los progres de Europa y los Estados Unidos miran hacia otro lado. Los ¿demócratas? latinoamericanos sueñan con ser como nuestros caciques cuando sean grandes. Los obispos santifican. Y la prensa internacional da la muela en torno a los pobres remedios de urgencia (ellos les llaman “reformas”) que presumiblemente se adoptaron en el sexto congreso del partido comunista cubano.
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