Corrían los primeros años de la década de los noventa, exactamente el año 1993. Mi hija Sheila y mi pequeñín Junior de ocho y cinco años respectivamente, iban de mis manos por la calle Obispo, en dirección a la Plaza de Armas. Era uno de nuestros paseos habituales con un objetivo primordial, trasmitir a mis pequeños el amor por la ciudad que abuelo me había enseñado. Detalles de los antiguos comercios, en que esquina estuvo parado una vez Antonio Maceo, en que despacho trabajó José Martí, en fin filones de una historia que apenas es enseñada en las aulas, pero que todo habanero legítimo debe conocer y ¿ qué mejor momento para abonar y regar las plantas, que cuando son retoños? .
Pues a la caída de la tarde habíamos alcanzado la Plaza y allí narraba a los pequeñines, la historia del pirata Jacques de Sores a La Habana y el incendio del fortín, que más tarde fue sustituido por el primero de nuestros emblemáticos fuertes, el castillo de la Real Fuerza, pero algo llamó mi atención. La explanada ante la entrada de La Fuerza se había transformado en una especie de auditórium con hileras de sillas plegables ya dispuestas, que eran ocupadas por el público. Les dije a los pequeños que debíamos averiguar que se celebraba, quizás teníamos suerte y veíamos alguna obra de teatro. Tomamos nuestros asientos y nada más mirar hacia el escenario, observo la bandera cubana a la izquierda.
Le dije a los niños: -Nuestra bandera está mal puesta - lo que me hizo tener que explicarles la razón de mi afirmación, pero acto seguido les dije. - Tenemos que solucionar eso - Nos levantamos y fuimos hasta la verja exterior, dónde un anciano de cerca de setenta años, de tez negra y canoso, lo que aseguraba su longevidad, servía de centinela.
Me le acerqué. - Buenas tardes. Mire quisiera hablar con alguien que pueda cambiar de sitio nuestra bandera-. El anciano me miró sorprendido, lo que le me hizo tener que repetir la historia que minutos antes le había explicado a mis pequeños. - Espere un momento - me respondió el señor - voy a buscar al jefe -.
Minutos más tarde, se acercó un señor de vientre prominente y guayabera, lo que me hizo presumir que era un dirigente.
- ¿Quién le dijo a usted que las banderas están mal puestas? Mire, esta actividad es en homenaje a la comunidad gallega y ya está sentado en primera fila el embajador de España y me asesoré antes de la actividad y todo está bien. Así se quedan .
Le miré unos segundos y le dije en voz muy baja: - Mira, quizás quieras quedar bien con tus jefes o con el cónsul español, lo que implica cenas, invitaciones, etc. pero ¿sabes cuanta sangre costó poner esa bandera a la derecha de nada más y nada menos que la española? Treinta años de manigua y muchos muertos, mi hermano. Si quieres la dejas así, pero en territorio nacional nuestra bandera siempre va a la derecha, por decreto y nuestro derecho a la nacionalidad que nos dieron los mambises. Es más, mis hijos y yo nos vamos, porque si la bandera de España está a la derecha de la mía en mi tierra por servilismos particulares, los míos no comulgan con esa bajeza .
Tomé a los niños de las manos y salimos, mientras el anciano de la entrada miraba estupefacto al desconocido que le hablaba así a su jefe. Salimos del castillo y nos dirigimos a la plaza de Armas, mis pequeños no hablaban, tal vez no comprendían por entonces los motivos de aquella discusión pero estoy seguro que intuían que defendía algo más que nuestra bandera. Para mi sorpresa, apenas había alcanzado la plaza, cuando sentí alguien que gritaba tras de mí y veo que el anciano se acercaba a grandes pasos.
¡Oiga! ¡Oiga!. Me detuve y me dijo con voz paternal. - Mire - mientras me señalaba hacia el castillo. No sé que habrá pasado por la mente de aquel hombre ni si pensaría tal vez que mi reclamación le traería algún problema, pero allá en el escenario, nuestra bandera ondeaba al viento a la derecha de la española.
El viejito insistió: - El jefe me dijo que le cuidara sus asientos - . los pequeños me miraban sonrientes y regresamos. Disfrutamos de un grupo de danza tradicional gallega y el sonido indiscutible de las gaitas. Al concluir la actividad y pasar junto a la entrada, el anciano se me acercó, me estrechó la mano y me dijo: - Gracias, cubano -. ¿Serían los mambises que corrían por sus venas quienes me saludaban? No lo sé, pero así lo sentí y mis pequeños aprendieron algo más del respeto que debemos hacia aquellos que murieron por el derecho a llamarnos cubanos.
R. Muñoz.